Los misioneros somos instrumentos que tratan de llevar a cabo una obra de Dios. Por medio de la alabanza nos vaciamos de nosotros mismos, y todo nuestro ser corporal y espiritual se abre al amor de Dios. Le colocamos a Él en el centro de nuestra vida y misión, y ponemos en sus manos toda nuestra fragilidad y limitación. Alabamos en el espíritu del Magníficat, de la mano de la gran misionera, cuya vida fue una continua alabanza. Ella nos sumerge, a través de este pilar espiritual, en una Alianza de Amor con Dios Padre, a quien se elevan, en último término, todas las alabanzas.